Las mujeres a lo largo del mundo entero han sido las principales responsables del éxito comercial en librerías y cines de la saga Cincuenta Sombras. Se ha interpretado ese boom como una masiva salida de un supuesto closet y a la vez una oportunidad para estimular la siempre complicada libido femenina. Pero no conviene engañarse demasiado; la verdad es que si no es entremezclado con un novelón inverosímil como ese, la mujer promedio no habría aceptado involucrarse con una ficción que pone sobre la mesa la existencia del placer BDSM. Semejante éxito estimulado por la platea femenina nos demuestra una vez más que para que una fantasía llegue a las profundidades del alma de la mujer, nada mejor que repetir el viejo esquema de telenovela aunque aderezándolo con condimentos porno para hacerlo adecuado a los nuevos tiempos. De lo que se trata es de la mujer sumisa, virgen e inexperta y del hombre rico, poderoso y dominante. Y ella se entrega a él como la lectora se entregaría a su hombre ideal.
Ah, la entrega femenina. Ese universo idealizado y romántico por el cual se encienden millones de velas y se escriben miles de versos y canciones. Aún permanece latente, arraigada en el inconsciente colectivo, la idea que la sumisión es algo natural en el género femenino mientras que para el hombre es algo forzado, es como una desviación del rol social que se espera de él.
A diferencia de las mujeres, los hombres tienen muy poco para ofrendar en cuestiones de sexo. Cuestiones tan caras al ideario femenino tradicional como la entrega del pudor y la virginidad no son valores de los que un hombre suele estar orgulloso sino que han sido y suelen ser fuente de burlas por parte de sus pares. En las relaciones sexuales que involucran dominación, si bien ambos sexos se entregan en la sumisión, todos sabemos que la cultura patriarcal ha naturalizado la entrega incondicional femenina, es la norma y es lo esperado. La mujer se realiza a través de dicha entrega y el hombre la valora y la aprecia. En cambio el varón sumiso debe en algún punto romper con una parte de sí mismo desde lo cultural para poder gozar de su entrega a una mujer.
Así es como la dominación femenina suele utilizar herramientas de humillación masculina como la sodomía, el cuckolding y la sissificación que no tienen analogía en el mundo de las sumisas. Tanto nosotras como ellos asumimos que son modos simbólicos de dinamitar el lugar de superioridad patriarcal que ambos sexos suelen tener más o menos incorporado. El hombre entrega su autoimagen, entrega lo que la sociedad espera de él.
La única referencia histórica posible para los varones sumisos es la humillación ante una divinidad que se da en los rituales religiosos. Cuando un sumiso se arrodilla ante su Dómina, actúa como si estuviera frente a una Virgen María o a una santa pero esta vez lo hace frente a una diosa pagana. Los atuendos fetichistas de las dominatrices refuerzan esa sensación: ellos no están ante una mujer común. Que la obra literaria capital de la sumisión masculina lleve por título La Venus de las Pieles no es una casualidad novelesca obra del azar: tiene una profunda connotación histórica.
Yo sostengo que la sumisión de los hombres se desarrolla libre de mandatos patriarcales porque dichos mandatos deben ser destruidos como condición previa para poder hallar una identidad masculina sumisa. El placer que siente el sumiso varón por su condición de sometido a una mujer no puede ser un reflejo de una conducta social aceptada porque va a contramano de la historia. Es un placer totalmente rupturista frente a cualquier experiencia cotidiana que el hombre pueda haber vivido. La sumisión masculina es desde su génesis misma un hecho de pura cepa sádica. Ese es su morbo y a veces es también su drama.